“No sirvo para esto”, pensé
mientras leía los textos de los participantes. Todos eran tan poéticos, tan
pasionales; y yo no tenía nada para contar. Algunos hablaban de las olas, otro
de la playa, aquel de las gaviotas o elogiaban la inmensidad del mar.
Ninguno
tenía errores de ortografía, sabían usar las comas y los puntos. Todos tenían un blog lleno de textos excelentes. Y
yo estaba sentado frente a una netbook del estado que estaba sobre la máquina
de coser de mi abuela (yo la llamaba escritorio) sin saber que escribir.
Encima
todos eran españoles, profesores de literatura o bibliotecarios. El hijo de un
tambero argentino no tenía oportunidad frente a esos rivales.
Jamás fui
al mar, no sé qué se siente ver su inmensidad, ni se cuál es el costo de
alquilar una sombrilla en Barcelona.
Miré
por la ventana, y a través de la vieja tela mosquitera vi que era otro de esos
días nublados y húmedos en los que a uno le dan ganas de pegarse un tiro. Pensé
en que haría el resto del día y me di cuenta de que lo único que deseaba era
que llegara la noche para recostarme en la cama y escuchar la radio.
Me di
por vencido, salí del sitio web en el que estaba, apagué la netbook y miré la hora
en mi viejo celular. Eran las doce y cincuenta, me apuré para ir al baño y
cepillarme los dientes. Luego me puse la campera que usamos de uniforme los
alumnos del último año de mi escuela, me dirigí a la puerta que da a la calle,
salude a mi hermana mayor y le dije que cerrara la puerta con llave, ella me mandó a la mierda. Y una
vez más volvió a mi mente esa idea que mi padre me repetía todos los días y que
terminé por creer. Recordé que soy un inútil de mierda.